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La nueva ola

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Viernes por la noche. Una famosa discoteca de Phnom Penh ruge. Es medianoche, el momento donde la audiencia toca techo, con la pista de baile a rebosar, la barra con triple fila, y los pasillos anegados. También los baños se colapsan y no sólo de gentes que van a orinar. Los hay que también defecan. Otros vomitan. Algunos esnifan, esencialmente los occidentales expatriados. Un incendio haría rico al de la funeraria y arruinaría al de los seguros si es que la discoteca está asegurada, hecho poco común en un país con tan poco dinero que casi todo por lo que se paga sigue siendo la comida y los teléfonos móviles último modelo.

Una esquina con cuatro mesas me llama la atención. Sobre ellas, botellas de whisky carísimo, platos con pipas de calabaza, restos de vómitos y gentes apoyando sus pinreles. Dos miembros de seguridad se acercan. La razón: dos morsas se han quedado dormidas sobre el suelo. Acababan de echar la pota que en esos instantes habían transformado sus camisas blancas en estampadas. Los de seguridad, de apariencia retrasada –no sé cómo lo hacen, dónde los eligen y qué les enseñan pero ambos daban más pena que miedo– hablan por el pinganillo que les brota de sus orejas en acontecimiento casi fílmico. “Con ese cable ligo hasta yo”, me dije. De pronto, dos de los dueños de la discoteca, extranjeros, se plantan en la zona donde alguien inyecta más luz, momento en el que termina de descubrirse el pastel: no eran dos sino cuatro los que dormían sobre la moqueta que si no ardió fue de milagro porque los que aún seguían en pie la usaban de cenicero público. Además, el cristal de una de las mesas se había partido y los que más bailaban del grupo, de unas veinte personas incluyendo a los que habían perdido el conocimiento, lo hacían en un estilo harto complejo: agarrados los unos a los otros, ebrios hasta la extenuación, alzando sus piernas hasta donde les dejaba el esguince de rodilla, y gritando de una manera tan efectiva que los altavoces de la discoteca se hacían inaudibles. Los dueños intentan detener semejante tropelía que afectaba al resto de los clientes y a la imagen de la discoteca. ¿Cómo? Llamando al jefe de todo de aquel grupo, un tipo obeso con la camisa empapada en sudor, que fumaba puros como si fueran cigarrillos, y que cuando fue requerido por los dueños –los de seguridad miraban, como esperando ordenes; yo me hacía la boca agua soñando con que todos iban a ser expulsados en unos segundos– se concentró en explicarles lo que fuera con tan mala fortuna que su saliva llegó hasta mi brazo. De pronto, todo gira de manera extraordinaria, y los dueños de la discoteca invitan a una ronda de chupitos al mostrenco que de manera humillante hace un nuevo pedido: tres botellas más de whisky –no digo la marca pero sí el precio: 500 dólares cada una– y otras tantas de champagne francés, a 300 dólares el descorche.

Mientras me sujetaba los ojos que por tal estupefacción casi se me salen de las cuencas, fui saludado por uno de los dueños de la discoteca –qué quieren que les diga, vivo en la misma ciudad y cocino dignamente– que me dio unas explicaciones no sé si válidas pero sí certeras: “Mira, íbamos a echarles pero con el último pedido la cuenta asciende a casi 6.000 dólares”. Mientras tragaba saliva, me recreé con un plan maquiavélico: alguien con traje blanco y cara de terrorista que la habría camuflado debajo de sus gafas de sol –ya saben que las gafas de sol son esenciales en una discoteca pasada la medianoche– esparciría esporas de ántrax por aquel esquinazo pleno de gentuza.

Antes de marchar, y aunque yo ya sabía de dónde eran los artistas, saludé a una mujer de muy buen ver que se quedó sorprendida de mi nivel de mandarín que en realidad es ridículo: “Sí, soy de Pekín”. “¿Y qué celebráis?, le observé; “Nada, que es viernes y hemos salido a tomar algo”, replicó. Por un momento tuve unas ganas tremendas de suicidarme. Las razones, dos: he fracasado en esta vida; que con 40 años había salido con el dinero contado para tomarme un par de gintonics mientras otros se gastan mi presupuesto en copas de un año en una tarde-noche cualquiera. La segunda razón para quitarme la vida es tener que aceptar que no podría echar a patadas de mi negocio a una banda de animales por el mero hecho de que me van a llenar la caja de billetes. Sentí pena. Y nauseas. Entre otras cosas porque como no hay quinto malo, otro miembro de la banda terrorista se animó a vomitar. Esta vez sobre el sofá. Los dueños contenían la ira mientras recordaban lo que aquel gordo iba a abonarles. Para que esta historia real poseyera un final acorde, ojo a cómo abandonaron el local: dejando casi la mitad de las consumiciones sin terminar. Al menos tres botellas de whisky estaban casi enteras, recién empezadas. Las de 500 dólares.

Otra. Sábado a medio día. Mi amigo Luis Manuel trabaja en el casino-hotel más grande de Phnom Penh. En este caso no soy testigo directo del acto terrorista; me baso en sus declaraciones: “Hoy cuatro chinos que además habían perdido decenas de miles de dólares en el casino se han bebido un vino francés de 3.000 dólares la botella con hielo”.

Alguien debería adiestrar, domar, a esa parte del mundo que dice va a dominar al resto del mismo. Porque si éstos van a ser mis jefes y tutores a la explosión del globo terráqueo le quedan, a lo sumo, un par de semanas. Y mi piedad y mayor de mis pésames para el enólogo del vino francés que llevará luchando décadas por explicar la complejidad de los procesos de producción, guarda y distribución, con uvas fermentadas de cepas centenarias, a la que bastantes chinos no dan la más mínima importancia. En el fondo, mezclar vino con hielo o humillar a bebidas espirituosas con veinte años de crianza no debería ser tan grave. El principal problema es que tampoco leen y se han vuelto literalmente locos por la Liga española. Pero si suman todos estos detalles tendrán el mundo que viene. Un mundo despiadado donde la inteligencia no contará, Nietzsche será borrado de los libros de historia, y el respeto y la tradición serán quimeras si la comparamos con el dinero negro. Avisados estamos. Luego no me digan que no se lo advertí.


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